La enfermedad y la muerte de Carlos Giménez: fragmento de la biografía "Carlos Giménez el genio irreverente" (2023) de Viviana Marcela Iriart, Ed. Escritoras Unidas & Cía. Editoras

 


 

 

                                                                                     

 


Un anochecer caraqueño, a mediados de 1992, me encontré por casualidad con Anita Giménez, la hermana de Carlos, en la entrada del supermercado CADA en Parque Central, donde ambas vivíamos. Ella entraba, yo salía. Como siempre, éramos grandes amigas, nos detuvimos a charlar. Anita siempre tenía la mirada triste pero ese día la tenía más triste que nunca.

 

-               -  ¿Pasa algo? – le pregunté.

-                - Carlos está muy enfermo -me dijo muy preocupada-. Está internado…

 

A nuestro alrededor casi todos nuestros amigos tenían sida, no había cura ni medicamentos que ayudaran, y se iban muriendo uno detrás de otros, con agonías horrorosas y  muertes espantosas.  Vivíamos una pesadilla que mostró, una vez más, lo peor del ser humano: el rechazo a las personas que tenían sida, su expulsión de la sociedad, su negativa a atenderles en clínicas y hospitales, su negativa a que vivieran en la casa de al lado o trabajaran en el mismo lugar. La persona que se enfermaba lo ocultaba como si fuera un crimen, para salvarse de la persecución y el castigo de la sociedad, lo que hacía más dolorosa aún su enfermedad.

 

- ¿Tiene sida?

- No, no -respondió Anita negando repetidamente con la cabeza- los médicos y los Rajatabla dicen que no -pero su mirada, tristísima, parecía dudar.

 

Pero Anita no me mentía: ella no sabía porque Carlos le había prohibido a médicos y Rajatablas que le dijeran la verdad para no hacerla sufrir. Nadie de su familia sabía.  Hacía cuatro años que Carlos estaba luchando con la enfermedad.  


-               Es una pulmonía, dicen… muy grave. Está en el Centro Médico.

- ¿Puedo ir a verlo?

- No, tiene las visitas prohibidas. Yo te aviso cuando se  pueda.




La consolé como pude, nos abrazamos y nos despedimos.


 Al llegar a mi casa, unos minutos más tarde, me tumbé sobre el sofá que miraba al Ávila y me largué a llorar desconsoladamente. Fue en ese momento que descubrí, después de 9 años de conocerlo, cuánto amaba a Carlos, cuánto lo admiraba, cuánto había aprendido a su lado. Lloraba porque, aunque Anita había dicho que no, yo sabía que Carlos tenía sida. Nadie me lo había dicho. Simplemente lo sabía.


 Al día siguiente compré una tarjeta de esas que se mandan cuando alguien está enferma y le escribí en ella lo que sentía por él: mi amor, mi admiración, mi gratitud.  Se la di a su sobrina Mariana para que se la diera.


 Unos días más tarde Anita me avisó que podía ir a visitarlo. Fuimos juntas. Carlos estaba en una habitación aislada del resto de las habitaciones, con una cama sólo para él. Tener sida era una maldición y se apartaba a la gente enferma como si no fueran seres humanos.


 Pero la habitación era amplia y acogedora porque Carlos seguía siendo Carlos y todavía conservaba su poder, tanto, que hasta el presidente de la república, su amigo Carlos Andrés Pérez, iba a visitarlo después de ver a su hija que, también muy enferma por otra enfermedad, estaba internada en el mismo lugar.


Cuando entré enorme fue mi emoción cuando vi, en la mesita de luz al lado de su cama, mi tarjeta abierta de par en par para que cualquiera leyera lo que yo le había escrito. Carlos era muy tímido, yo también, aunque ni él ni yo lo parecíamos, así que ninguno dijo nada. Le di un beso, me sonrió con cariño. Hablamos tonterías.


 Al rato aparecieron dos enfermeras muy autoritarias y nos ordenaron que nos fuéramos porque que tenían que sacarle sangre. Anita se fue. Yo no. Me acerqué a su cama y le agarré la mano derecha, porque sabía el miedo que Carlos le tenía a las agujas. Él la apretó muy fuerte. Las enfermeras, mirándome con fastidio, me dejaron. Le pusieron un catéter en el brazo izquierdo, le hurgaron las venas sin ninguna delicadeza, pero la sangre no salía. Le dejaron el catéter puesto y vinieron hacia donde yo estaba. Yo no me moví, aunque tuve que soltarle la mano, pero Carlos extendió su mano izquierda y se la agarré. En ese brazo sí pudieron sacarle sangre. Cuando terminaron, una de las enfermeras fue al brazo izquierdo y le arrancó con violencia el catéter. Entonces un chorro de sangre rojísima voló por los aires y no la alcanzó porque saltó a tiempo. Las tres nos quedamos anonadas. Carlos también. Ninguna llevaba guantes. En ese momento me di cuenta lo fácil que era contagiarse de sida. Pero en los meses siguientes hasta su muerte nunca nadie, ni su familia, ni sus amistades ni yo, usamos guantes con él.


 Recuerdo, cuando Carlos ya estaba en la quinta de Las Palmas, que habían alquilado para que pudiera moverse con más facilidad dado que su apartamento en Parque Central estaba en un piso muy alto, a David Blanco y Eduardo Bolívar, iluminador y musicalizador de Rajatabla respectivamente, que iban día por medio a afeitarlo, sin guantes y con un amor descomunal.


 Carlos estaba rodeado de su familia día y noche: además de su hermana Anita, su cuñado Percy Llanos, sus sobrinas Mariana y Gabriela Llanos y su sobrino Carlos Cassina, que vivían en Caracas, su madre Carmen y su hermana Norma habían viajado desde Córdoba para estar con él.


También algunas amistades lo visitaban periódicamente. Recuerdo especialmente a Carmen Ramia, del Ateneo de Caracas y del FITC, que siempre que iba le llevaba un nuevo proyecto cultural, le pedía consejos y le contaba con gran entusiasmo todas las cosas que él y ella iban a realizar cuando él se curara. A Carlos se le iluminaban los ojos y comenzaba a soñar, a crear, a largar ideas a borbotones.


Un día le pregunté a Carmen por qué lo hacía, porque ambas sabíamos que Carlos se estaba muriendo, y con una sonrisa triste me respondió: “Para darle ánimo, para que crea que tiene un futuro, para que se sienta útil, necesitado y querido.” Me pareció un gesto hermosísimo.


También recuerdo a la escenógrafa Silviainés Vallejo, que varias veces pasó a buscarlo para sacarlo a pasear en su carro junto conmigo: Carlos le decía a donde quería ir y hacia allí enfilaba ella. A Silviainés nunca le faltó conversación, así que hablaba todo el tiempo provocando las sonrisas de Carlos y a veces también sus burlas. Porque Carlos era muy burlón.


Recuerdo la alegría que tenía Carlos en esos paseos, la felicidad con la que miraba su ciudad. Algunos lugares ya no los recordaba, porque la enfermedad le había atacado al cerebro y le iba quitando la memoria, y cuando con preocupación manifestaba no recordar un sitio, Silviainés y yo tratábamos de consolarlo diciéndole que era normal olvidarse de algunas cosas, que a nosotras también nos pasaba. Carlos nos sonreía sin creernos, pero no insistía. Porque el Carlos que yo conocí era un Carlos que nunca se detenía ante la adversidad, nunca se quejaba de los problemas, nunca se lamentaba por las derrotas ni por las traiciones. Era un Carlos que parecía un súper héroe, siempre fuerte, siempre yendo hacia adelante, siempre ganando aun cuando perdiera, un Carlos que nunca se detenía. Nunca víctima. Tampoco victimario.


También recuerdo que al mediodía llegaba Ángel Acosta porque, además de que lo quería: “a él le encantaba mi comida …   Y yo iba, le cocinaba, almorzábamos juntos.”


Muchas veces coincidí con Francisco Alfaro, Daniel López, Andreína Womutt, Gisela Pérez Guzmán, Eduardo Bolívar, David Blanco, Juan “Pichu” Rodríguez, jóvenes del TNT cuyos nombres no recuerdo (recuerdo su desolación). Pero como yo no estaba todo el día con Carlos ni todos los días, había otras personas que iban a visitarlo con las que yo no coincidía y por eso no puedo nombrarlas.


Flor Alba, la empleada doméstica que lo adoraba, varias veces se quedó a dormir en el piso, al lado de la cama de Carlos porque él le pedía, vaya a saber por qué, que no se fuera y en la casa no había más camas ni colchones.




Recuerdo el día que Carlos empezó a perder las palabras. Estábamos almorzando en su casa, él, Silviainés y yo. Ella le había preparado ñoquis y Carlos se reía porque era la primera vez que iba a comer algo preparado por ella, que tenía fama de no ser muy buena cocinera. Pero lo que valía, y Carlos agradecía, era el gesto. Así que con mucha valentía se abalanzó sobre los ñoquis de Silviainés. Era necesario ponerles queso. Entonces, extendiendo la mano y señalándolo, pidió:


                     - ¿Me pueden alcanzar el zapato?


 Enseguida se dio cuenta de su error, Silviainés y yo nos miramos sorprendidas y él exclamó riendo:


        - ¿Cómo que el zapato? ¿Qué estoy diciendo? El queso. ¿Por qué dije zapato? –         y sonrió. 



Carlos, por lo menos conmigo, sonrió todo el tiempo hasta que se murió. Nunca lo vi de malhumor, nunca enojado, nunca desesperado: siempre sonriendo.



-                   -    No te preocupes, Carlos -le dijimos con Silviainés- nosotras también a veces confundimos las palabras.

-                        -    ¿De verdad?


-            -¡Por supuesto, Carlos! Es por el medicamento nuevo que estás tomando, la pastilla para dormir -le dije, otra vez como una imbécil, tratando de minimizar su enfermedad. - Ya verás que cuando te acostumbres no volverás a olvidarte de las palabras. – Carlos me sonrió ilusionado.


    - ¿De verdad crees eso?

    - ¡Claro! ¡Ya verás que sí!



 Pero eso no sucedió. Y Carlos poco a poco fue perdiendo todas las palabras. Él, que era brillante con ellas, hablando y escribiendo; él, que había levantado varios imperios culturales con su palabra, él se quedó sin palabras y la única que recordó hasta el final fue la palabra “mamá”.

 

                                                        

 



Yo pasé muchas tardes a solas con Carlos (estaba desempleada), tiempo que su familia aprovechaba para tomarse un descanso o hacer trámites.  Una tarde él estaba recostado en el sofá con su gata encima. Acariciándola con mucho cariño y con una sonrisa triste me dijo:

 

    -Al final yo creo que, además de mi familia, esta gata es la única que me quiere.

 

Quedé muy sorprendida, porque era verdad que día tras día las amistades de Carlos iban despareciendo, era verdad que cada día Carlos se iba quedando más solo. Pero no quise darle la razón en un intento estúpido para que sufriera menos (pero ¿cómo engañar a un hombre tan inteligente como Carlos, aunque sus facultades mentales ya estuvieran disminuidas?), así que le nombré a todas las personas que lo visitaban, y a algunas las nombré dos veces para abultar el número con la esperanza de que Carlos no se diera cuenta. Carlos me sonrió y, como si estuviera consolándome, respondió:


         -Sí, sí, tienes razón, hay gente que me quiere. – y siguió acariciando a su gata, cerró los ojos y se quedó dormido, o eso parecía. 

 

 

Carlos en la casa de Las Palmas con su gata. Fuente: Carmen Gallardo- Ana Lía Cassina





Otra tarde, cerca de fin de año, en el mismo sofá y con la misma gata pero esta vez él sentado y yo a su lado, me dijo con gran entusiasmo:

 

    -Ya verás, este 31 de diciembre después de las 12 de la noche todos             los Rajatabla van a venir a esta casa.


Pero eso no sucedió.  Fueron los mismos Rajatabla que iban siempre, seis o siete.  Y cuando Carlos vio que los minutos pasaban y nadie más llegaba, tuvo un ataque de hipo que le duró horas.  Todo lo que le dieron para parárselo no sirvió. Vino un médico: no pudo hacer nada.  Cada vez que hipaba, yo sentía un dolor en mi estomago como si me estuvieran acuchillando. Pero era a él a quien habían acuchillado.

 

No quiero, con esta historia, que se piense mal de la gente de Rajatabla. Los motivos por los cuales no fueron pueden haber sido, por lo menos, tres: la falta de transporte público; la falta de carro de la mayoría de Rajatabla; la inseguridad reinante en Caracas apenas anochecía, que hacía imposible tomar un taxi o andar caminando. Yo misma no hubiera podido estar allí ese 31 de diciembre de 1992 si Anita no me hubiera llevado en su carro.

 

Rajatabla tendría que haber alquilado un autobús para ir a casa de Carlos. Pero Rajatabla, liderada ahora por Francisco Alfaro, estaba en shock. José Tejera había muerto un mes antes de la misma enfermedad y otros miembros del grupo estaban contagiados. Era como el apocalipsis. Y la sociedad tan nazi.


A partir de esa noche la enfermedad avanzó vertiginosamente. Ochenta y siete días después Carlos moría, el 28  marzo de 1993.

 

El presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, decretó tres días de duelo nacional.


El Consejo del Municipio Libertador (Caracas) decretó tres días de duelo.


Personalidades teatrales del mundo entero manifestaron su pesar por su muerte.


En Caracas, por un instante, todo pareció quedarse detenido.

 

 © Viviana Marcela Iriart

Fragmento de la biografía Carlos Giménez el genio irreverente (2023)  

Fuente fotos: 1) Eduardo Bolívar; 2 y 3) Carmen Gallardo y Ana Lía Cassina

 



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