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Diario de Francesa
Al abrirse la puerta siento que mi corazón se escapa y vuela hacia Gal que, indiferente, sin mirarme, pasa de largo sin saludar. Mi corazón, herido como si lo hubiera agarrado una jauría de tigres hambrientos, regresa a mí en estado de coma.
¿Qué sucedió? ¿Por qué de repente se ha hecho noche? ¿En qué momento comenzó el terremoto que no me di cuenta? ¿En qué momento la ciudad fue destruida, muertos todos sus habitantes, quemados todos los bosques, secados todos los ríos? ¿En qué momento me convertí en la única sobreviviente de una guerra nuclear?
Un sol rojo prendido en llamas viene hacia mí y, en medio de mi casi muerte, veo a Gal mirándome con una sonrisa tan bella que la palabra belleza fue inventada nuevamente, sólo para poder nombrarla. Una sonrisa que es la primera sonrisa de la humanidad. Una sonrisa tan luminosa y espléndida como la luna enamorada menstruando gotas de luz.
La chaqueta roja de Gal, al irse, me hace un último guiño de fuego con los bolsillos.
El mundo, más hermoso que nunca, vuelve a recuperar sus formas, sus olores, sus sonidos. Miro mis manos, aquí están. Toco mi rostro, me reconozco. Poco a poco vuelvo a ser yo misma.
- Disimula, disimula, el mundo te está mirando- me dice la pantalla de la computadora. Pero no puedo: mi deseo se desborda sin vergüenza.
- ¿Pero acaso no te das cuenta de que el tuyo es la clase de deseo que no se puede mostrar? ¿La clase de deseo que hay que ocultar siempre, siempre, siempre? ¿Por qué eres tan insensata?
Pero yo no puedo evitarlo. No puedo cercenar mi deseo como si se podaran las ramas podridas de un árbol. No. Yo no me avergüenzo de desearla.
Diario de Gal
Aeropuerto Internacional de Maiquetía. Por fin aparece. Es de los últimos en salir, extraño en él, que siempre quiere ser el primero en todo. Nos miramos. Está tan bello. Nos damos un abrazo largo e intenso, tan intenso que es casi como un acto de amor. Por los altoparlantes anuncian la salida del vuelo hacia Los Ángeles, yo estoy en el cielo.
Llegamos a casa y él destapa una botella de vino tinto. Sobre la pequeña mesa de madera trocitos de queso de diferentes variedades, aceitunas, pan francés. Sobre la alfombra el New York Review.
Una mano suya rozando descuidadamente mi pierna, una mano mía cayendo distraída sobre su pelo ensortijado. Sentados en la alfombra tomamos vino lentamente, tan lentamente como nos vamos tomando.
Si pudiera decirte algo te diría: quédate así, infinitamente en mí. Pero tu boca en la mía no me deja hablar.
Una profunda humedad latiendo cada vez más fuerte. Y estas ganas, esta felicidad, esta locura mía de perderme.
No te vayas aún, no. Quédate así, dentro de mí, por favor, espera un poco, tan sólo un poco más, por favor...
Si grito no es que esté pidiendo auxilio. Es que te deseo.
No puedo más, no puedo más, jadea Walter. Espera un poco, sólo un poco, por favor. Entonces el rostro y el cuerpo, el maravilloso y majestuoso cuerpo de Francesca, aparecen ante mis ojos cerrados y los dos estallamos en un orgasmo que nos estremece violentamente. Un cuerpo desnudo y vencido cae sobre mí. Yo lloro de placer mirando el techo desde donde Francesca, pícara, me mira reavivando el deseo.
Estoy perdida.
Una cierta mirada, fragmento.
Caracas 1994