“Hoy voy a perderme
entre las cosas olvidadas,
es morir dos veces
si de mí no queda nada,
mañana.
Yo no pido más
quiero ser
un buen recuerdo
alguna vez”
(Carmen Guzmán-Mandy)
Edgardo Greco, arrodillado, y yo, en Costa Rica,
enero 1981, y dos compañeros argentinos exiliados
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Edgardo era optimista,
amable, amoroso, soñador, pacífico. Era periodista, ex dirigente gremial, realizador de máscaras
teatrales, militante de los derechos humanos, combatiente incansable de la
dictadura argentina, hermano del artista plástico Alberto Greco, al quien siempre
recordaba con nostalgia: se había
suicidado en 1964. Sus máscaras eran tan
buenas que, en 1984, fue convocado por el exigente y prestigioso director Carlos Giménez, para
que realizara las de su imponente espectáculo La
Máscara Frente al Espejo.
Edgardo nunca hablaba de
lo que la dictadura le había hecho. Pero un día, un único día, quién sabe por
qué, me contó muy escuetamente parte de su historia y un "traslado".
Fue un día de 1980 y todavía lo recuerdo. Edgardo contó sin dramatismo, sin quejarse,
como quien cuenta un cuento que le pasó a otro. Sólo al final sus ojos se
pusieron un poco tristes. Lo subieron a
un avión, esposado de pies y manos y lo encadenaron de manos, acostado, al piso del avión, avión al que le habían
sacado los asientos. “Tuve suerte” me dijo. Porque no lo lanzaron vivo al Río
de la Plata, como era “costumbre” de la dictadura, sino que lo trasladaron de Buenos Aires a
Córdoba. De un campo de concentración a otro.
Edgardo, izquierda, entrevistando a Jorge Gody, dueño junto a
Aura Rivas de la galería "Viva México", Caracas. Fuente: Citlalli Godoy Rivas
Con Edgardo compartíamos la
lucha contra la dictadura argentina. Pero no éramos combatientes políticos, no
pertenecíamos a ninguna organización: éramos militantes de los derechos
humanos. Viajamos juntos a Costa Rica,
en enero de 1981, al Primer Congreso de Familiares de Detenidos-Desaparecidos
de América Latina; trabajamos en la organización y participamos del Segundo
Congreso de Familiares..., realizado en Caracas en noviembre del mismo año y trabajamos en
la Coordinadora Pro Derechos Humanos en Argentina que
funcionaba en Caracas, lugar en donde nos conocimos. Todo ad-honorem,
robándole horas al sueño y poniendo dinero de nuestros bolsillos.
Edgardo hizo, junto con mi
amigo Julio Palavicini, también sobreviviente de la dictadura, menos tristes mis
años de exilio.
Con su moto Vespa viajamos
un día a La Guaira y otro, quiso enseñarme a manejarla, hasta que me estrellé contra
un paredón dañando a la moto, Edgardo ni se inmutó, y cambié de idea. Con
esa moto recorrimos Caracas llevando gacetillas a los periódicos denunciando la
situación argentina. Juntos hicimos artesanías en cuero que nadie quería comprar
e inventamos mil proyectos laborales que nunca pudimos concretar; íbamos a la playa, al cine y al teatro; tomábamos
mate compartiendo esa yerba que tanto costaba conseguir (no había importación)
y nos encantaba encontrarnos en la panadería para desayunar un rico guayoyo,
negrito o marrón y un sabroso cachito.
De tanto en tanto, porque
era muy caro, íbamos al kiosko internacional que estaba en la avenida Casanova y
comprábamos, a medias, el diario Clarín, que entre líneas algo nos contaba de lo
que pasaba en Argentina, y era tal nuestra nostalgia que leíamos…¡hasta los
clasificados! Era tan caro el diario, o tal nuestra pobreza, que después de
leído circulaba de mano en mano como si fuera un tesoro, y no se botaba, ¡los coleccionábamos!
Porque en caso de ataque de nostalgia ahí estaban los diarios, como si fueran un
pedacito de nuestra patria. Pero Edgardo, a diferencia de la mayoría, yo incluida,
no sufría de nostalgia crónica y su alegría y su amor por Caracas eran un bálsamo
entre tanto dolor.
Recuerdo un hermoso 31 de
diciembre de 1981 que celebramos en mi “casa” de Las Mercedes (una galería de
arte que yo cuidaba a cambio de una habitación), junto con amigos y amigas venezolanas, argentinas y de todas partes porque Caracas, en aquellos
años, era la capital del refugio latinoamericano
y caribeño. Esa noche sacamos muchas fotos a las que el tiempo le ha ido
borrando las imágenes, pero Edgardo sigue nítido en mi recuerdo.
Edgardo, que quizá era 20
años más grande que yo, amaba a Venezuela,
y eso no era tan frecuente en el exilio, y me enseñó a amarla y valorarla sin
que yo me diera cuenta de que me estaba enseñando.
Edgardo, amigas, amigos y yo en la playa, ¿Choroní? 1980 o 1981
Edgardo hacía de todo para
sobrevivir, porque tenía dos hijas pequeñas (y una ex esposa encantadora) en
Caracas, pero el dinero y el éxito
siempre le fueron esquivos y pasó muchas dificultades económicas, tanto en
Caracas como en Buenos Aires.
En Caracas vivía en una
pensión miserable en San Agustín y en Buenos Aires le fue tan mal que un día se suicidó. La democracia argentina le debía mucho, pero la democracia nunca
pagó su deuda.
Edgardo fue un amigo muy
leal. Cuando los compañeros de la Coordinadora
Pro Derechos Humanos en Argentina me expulsaron (luchaban contra la
dictadura pero querían imponer la suya), simplemente por expresar opiniones
diferentes a las suyas en una reunión con las Madres de Plaza de Mayo, él fue
de los pocos que se quedó a mi lado y que no se cruzaba de vereda cuando me lo
encontraba en la calle: él me daba un abrazo. Y negó y rechazó tajantemente la
infamia con la que esos compañeros pretendían hacer aún más difícil y doloroso
mi exilio: ¡dijeron que yo era agente de la CIA! Y seguimos trabajando juntos
contra la dictadura.
A Edgardo le debo también el
poder haberle hecho juicio al Estado Argentino. Fue él quien me aconsejó,
preocupado por un intento de secuestro que sufrí en 1980 en Caracas, que
pidiera estatus de refugiada ante el ACNUR. Y lo hizo a pesar de que la “política
oficial” del exilio era no pedir refugio.
Confié en mi amigo. Y gracias a esa constancia de refugio, y al trabajo de mi
abogada Elena
Moreno, pude ganarle el juicio al Estado Argentino después de muchos años
de lucha e infamia. Y gracias también a la Corte
Suprema de Justicia, que falló a mi favor la apelación
interpuesta por el gobierno de Néstor
Kirchner para que negaran mi derecho. No lo hizo conmigo solamente: lo hizo con la mayoría de las y los sobrevivientes. Incomprensible y un dolor enorme porque nadie esperaba que un gobierno que había hecho tantos por los derechos humanos nos tratara igual que la dictadura.
Edgardo, que había
padecido un millón de sufrimientos más de los que yo padecí, murió sin que el Estado le pidiera disculpas y menos que lo indemnizara como exigen los tratados internacionales firmados por el Estado Argentino. Sin que
la democracia le diera las gracias. Igual que a Julio
Cortázar. Qué injusticia tan grande.
Edgardo sobrevivió a
campos de concentración, cárcel y vuelos de la muerte en Argentina y exilio en Venezuela, sólo por ser periodista y delegado sindical. Su nombre estuvo en las Lista Negras de la dictadura hasta el
final. Su única arma eran las palabras. Y sus palabras siempre fueron amables,
conciliadoras, amorosas.
¿Cuándo habrá en Argentina
una placa que le recuerde?
24 de enero de 2020