“Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible”
La víctima fue su joven
empleada doméstica, de la casta de los parias, cuando Neruda era diplomático en
Ceilán (actualmente Sri Lanka). La víctima tuvo que seguir trabajando para su
victimario después del ataque sexual.
Neruda llama a la violación sexual
“experiencia” en su autobiografía Confieso que he vivido (pág. 103 en Seix
Barral, 2017; pág. 132 en Losada,
1974).
El libro fue inmensamente alabado cuando se publicó en 1974. A nadie le importó que su autor confesara ser
un criminal sexual. Su poesía era más importante. En los 70 (¿sólo en los 70?) una mujer violada
sexualmente valía menos que las poesías del
Premio Nobel de Literatura.
“Mi
solitario y aislado bungalow estaba lejos de toda urbanización. Cuando yo lo
alquilé traté de saber en dónde se hallaba el excusado que no se veía por
ninguna parte. En efecto, quedaba muy lejos de la ducha; hacia el fondo de la
casa.
Lo
examiné con curiosidad. Era una caja de madera con un agujero al centro, muy
similar al artefacto que conocí en mi infancia campesina, en mi país. Pero los
nuestros se situaban sobre un pozo profundo o sobre una corriente de agua. Aquí
el depósito era un simple cubo de metal bajo el agujero redondo.
El cubo amanecía limpio cada
día sin que yo me diera cuenta de cómo desaparecía su contenido. Una mañana me
había levantado más temprano que de costumbre. Me quedé asombrado mirando lo
que pasaba.
Entró por el fondo de la
casa, como una estatua oscura que caminara, la mujer más bella que había visto
hasta entonces en Ceilán, de la raza tamil, de la casta de los parias. Iba
vestida con un sari rojo y dorado, de la tela más burda. En los pies descalzos
llevaba pesadas ajorcas. A cada lado de la nariz le brillaban dos puntitos
rojos. Serían vidrios ordinarios, pero en ella parecían rubíes. Se dirigió con
paso solemne hacia el retrete, sin mirarme siquiera, sin darse por aludida de
mi existencia, y desapareció con el sórdido receptáculo sobre la cabeza, alejándose
con su paso de diosa.
Era tan bella que a pesar de su humilde oficio me dejó
preocupado. Como si se tratara de un animal huraño, llegado de la jungla,
pertenecía a otra existencia, a un mundo separado. La llamé sin resultado.
Después alguna vez le dejé en su camino algún regalo, seda o fruta. Ella pasaba
sin oír ni mirar. Aquel trayecto miserable había sido convertido por su oscura
belleza en la obligatoria ceremonia de una reina indiferente.
Una mañana, decidido a todo,
la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno
en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto
estuvo desnuda sobre mi cama. Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las
desbordantes copas de sus senos, la hacían igual a las milenarias esculturas
del sur de la India.
El encuentro fue el de un hombre con una estatua.
Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en
despreciarme. No se repitió la experiencia.”
Confieso
que he vivido (pág. 103)
Ed.
Seix Barral
(Fuente del fragmento:
Libros
Maravillosos)
Cuando en 1978 edité la revista de cultura subterránea Machu Picchu y publiqué en cada número un fragmento del poema Canto General de Pablo Neruda yo no sabía, porque no había leído el libro, que el Premio Nobel de Literatura había violado sexualmente a una mujer y lo contaba sin arrepentimiento en su autobiografía.
Ahora leí el libro y lo sé. Estoy indignada. Asqueada. Desilusionada.
Quisiera borrar sus versos de mi revista pero no puedo.
Lo único que puedo hacer es publicar su confesión.
Parafraseando a Oriana Fallaci: pobre Nobel, pobre Literatura, pobre humanidad.
27 de octubre de 2017
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